Entender las tensiones y contradicciones entre hombres y mujeres, su construcción identitaria y sus posiciones desiguales supone analizar la historia de los signos que las formulan, pero de modo crucial comprender esos signos en su inexorable vínculo con un determinado modelo económico, y el de hoy es el de la acumulación global del capital. En este contexto, la igualdad de géneros se presenta como una imagen sin verdadero sustento en la realidad, donde la rebelión de la mujer por alcanzar derechos e igualdad no ha logrado romper el desquilibrio de participación en el entramado del poder. El discurso liberal chileno ha construido la noción de igualdad entre hombres y mujeres sólo en el ámbito de lo público dejando intocado el privado
“Como ser de frontera, biología y sentido, una mujer es susceptible de participar en las dos vertientes de lo sagrado: en el tranquilo sosiego en el que la natividad se afirma en eternidad…, pero también en el desgarro de la capa sagrada donde el lenguaje y toda representación se hunden en espasmos y delirios” (Julia Kristeva, 2000: 25).
Resulta interesante reflexionar sobre las formas en que hombres y mujeres habitan el mundo, afincadas en las coordenadas de un espacio y de un tiempo particulares: el Chile de hoy. Pero, decir hoy es restituir las marcas, los remiendos y los gestos de una historia que nos constituye en trazos que deshechamos, en otros que olvidamos y en los nuevos horizontes que levantamos para autocomprendernos. Y sobre todo porque cuando se dice hombres y mujeres se está nombrando una relación que ha fundado, se quiera o no, nuestra existencia social. Entre la bajada del árbol al roce permanente de la tierra como escenario de la vida humana hubo un largo proceso en el que las diferencias biológicas de machos y hembras fueron deviniendo distinciones sociales, pues el lenguaje escribió sobre los cuerpos las ideas de lo femenino y masculino, elaborando simultaneamente una ritualidad sacrificial que separó naturaleza de cultura.
En nuestra sociedad actual, que tiende a generar un discurso que borronea todas las fronteras, incluso las de género, este proceso del sacrificio que funda lo social, ya sea entendido como represión de los instintos, como prohibición del incesto, como “primera economía” (ofrendar sacrificios a los dioses para obtener su reciprocidad) o en el sentido cristiano como oblación única e irrepetible, todavía opera como base estructural de los límites sociales y es el sustrato de la circulación y acumulación de las cosas y de las personas (sobre todo de las mujeres).
Por otro lado, pese a los intentos por superar las demarcaciones de lo femenino y masculino, pese a la intervención sobre los cuerpos, dislocando sus referentes biológicos (lo queer, lo transexual, lo bisexual, entre otros), las categorías hombre y mujer continuan siendo el locus de relaciones de poder que operan como espejo y reflejo de relaciones políticas, económicas y simbólicas que asignan un estatus y una valoración diferencial a lo femenino y a lo masculino, erigiendo así un andamiaje de desigualdades que se expresará en las diversas esferas en las que se construyen las subjetividades y las prácticas los sujetos.
De dadoras de vida a dadoras de sentido
En Chile, y en otros países del contexto latinoamericano que lo abraza, las identidades de género–entendidas como plurales y de posiciones cambiantes de acuerdo a la clase, la pertenencia étnica y la generación -, se han visto tensionadas por una dinámica de transformaciones que han derivado en la incorporación creciente de las mujeres al trabajo remunerado y en menor medida al poder político. Si en el pasado la condición de madre posicionaba a las identidades femeninas dentro del sitio socialmente admitido de “donantes de la vida”, otorgando a los hombres el de “donantes del sentido” (Kristeva y Clément, 2000), hoy las mujeres han comenzado a reclamar, y ursurpar, también el reino de los sentidos.
Así casa y calle son los lugares donde la experiencia femenina se debate y trama su inclusión en el intrincado y espinoso escenario de la “ciudadanía”. Por eso incursionar en el espacio público -entendido por Ana Arendt en tanto tinglado donde se expresany negocian las diferencias- insertarse en el mercado laboral, participar en el entremado del poder político, ocupar un espacio en la producción y circulación de signos, supone interrogar las maneras en que lo femenino y su simbólica se transforma y reelabora, del mismo modo en quelo masculino “impactado” por estos nuevos tránsitos femeninos se reinterpreta o acantona en sus definiciones y prácticas.
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